La
diligencia
Así como no notamos
el movimiento de la tierra, porque todos vamos envueltos en él, así no echamos
de ver tampoco nuestros progresos. Sin embargo, ciñéndonos al objeto de este
artículo, recordaremos a nuestros lectores que no hace tantos años carecíamos
de multitud de ventajas que han ido naciendo por sí solas y colocándose en su
respectivo lugar; hijas de la época, secuelas indispensables del adelanto
general del mundo. Entre ellas, es acaso la más importante la facilitación de
las comunicaciones entre los pueblos apartados; los tiranos, generalmente cortos
de vista, no han considerado en las diligencias más que un medio de transportar
paquetes y personas de un pueblo a otro; seguros de alcanzar con su brazo de
hierro a todas partes se han sonreído imbécilmente al ver mudar de sitio a sus
esclavos; no han considerado que las ideas se agarran como el polvo a los
paquetes y viajan también en diligencia. Sin diligencias, sin navíos, la
libertad estaría todavía probablemente encerrada en los Estados Unidos. La
navegación la trajo a Europa; las diligencias han coronado la obra; la rapidez
de las comunicaciones ha sido el vínculo que ha reunido a los hombres de todos
los países; verdad es que ese lazo de los liberales lo es también de sus
contrarios; pero, ¿qué importa? La lucha es así general y simultánea; sólo
así puede ser decisiva.
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Hace pocos años, si
le ocurría a usted hacer un viaje, empresa que se acometía entonces sólo por
motivos muy poderosos, era forzoso recorrer todo Madrid, preguntando de posada
en posada por medios de transporte. Estos se dividían entonces en coches de
colleras, en galeras, en carromatos, tal cual tartana y acémilas. En la
celeridad no había diferencia ninguna; no se concebía como podía un hombre
apartarse de un punto en un sólo día más de seis o siete leguas; aun así era
preciso contar con el tiempo y con la colocación de las ventas; esto, más que
viajar, era irse asomando al país, como quien teme que se le acabe el mundo al
dar un paso más de lo absolutamente indispensable. En los coches viajaban sólo
los poderosos; las galeras eran el carruaje de la clase acomodada; viajaban en
ellas los empleados que iban a tomar posesión de su destino, los corregidores
que mudaban de vara; los carromatos y las acémilas estaban reservadas a las
mujeres de militares, a los estudiantes, a los predicadores cuyo convento no les
proporcionaba mula propia. Las demás gentes no viajaban; y semejantes los
hombres a los troncos, allí donde nacían, allí morían. Cada cual sabía que
había otros pueblos que el suyo en el mundo, a fuerza de fe; pero viajar por
instrucción y por curiosidad, ir a París sobre todo, eso ya suponía un hombre
superior, extraordinario, osado, capaz de todo; la marcha era una hazaña, la
vuelta una solemnidad; y el viajero, al divisar la venta del Espíritu Santo,
exclamaba estupefacto: "¡Qué grande es el mundo!" Al llegar a París
después de dos meses de medir la tierra con los pies, hubiera podido exclamar
con más razón: "¡Qué corto es el año!"
A su vuelta, ¡qué de
gentes le esperaban, y se apiñaban a su alrededor para cerciorarse de si había
efectivamente París, de si se iba y se venía, de si era, en fin, aquel mismo
el que había ido, y no su anima que volvía sola! Se miraba con admiración el
sombrero, los anteojos, el baúl, los guantes, la cosa más diminuta que venía
de París. Se tocaba, se manoseaba y todavía parecía imposible ¡Ha ido a París!
¡¡Ha vuelto de Paris!! ¡¡¡Jesús!!!
Los tiempos han
cambiado extraordinariamente; dos emigraciones numerosas han enseñado a todo el
mundo el camino de París y Londres. Como quien hace lo más hace lo menos, ya
el viajar por el interior es una pura bagatela, y hemos dado en el extremo
opuesto; en el día se mira con asombro al que no ha estado en París; es un
punto menos que ridículo. ¿Quién será él, se dice, cuando no ha estado en
ninguna parte? Y efectivamente, por poco liberal que uno sea, o está uno en el
emigración, o de vuelta de ella, o disponiéndose para otra, el liberal es el símbolo
del movimiento perpetuo, es el mar con su eterno flujo y reflujo. Yo no sé como
se lo componen los absolutistas; pero para ellos no se han establecido las
diligencias; ellos esperan siempre a pie firme la vuelta de su Mesías; en una
palabra, siempre son de casa; este partido no tiene más movimiento que él del
caracol; toda la diferencia está en tener la cabeza fuera o dentro de la
concha. A propósito, ¿la tiene ahora dentro o fuera?
Volviendo empero a
nuestras diligencias, no entraré en la explicación minuciosa y poco importante
para el público de las causas que me hicieron estar no hace muchos días en el
patio de la casa de postas, donde se efectúa la salida de las diligencias
llamadas reales, sin duda por lo que tienen de efectivas. No sé qué tienen las
diligencias de común con Su Majestad; una empresa particular las dirige, el público
las llena y las sostiene. La misma duda tengo con respecto a los billares; pero
como si hubiera yo de extender ahora en el papel todas mis dudas no haría gran
diligencia en el artículo de hoy, prescindiré de digresiones, y diré en último
resultado, que ora fuese a despedir a un amigo, ora fuese a recibirle, ora, en
fin, con cualquier otro objeto, yo me hallaba en el patio de las diligencias.
No es fácil imaginar
qué multitud de ideas sugiere el patio de las diligencias; yo por mi parte me
he convencido que es uno de los teatros más vastos que puede presentar la
sociedad moderna al escritor de costumbres.
Todo es allí
materiales, pero hechos ya y elaborados; no hay sino ver y coger. A la entrada
le llama a usted ya la atención un pequeño aviso que advierte, pegado en un
poste, que nadie puede entrar en el establecimiento público sino los viajeros,
los mozos que traen sus fardos, los dependientes y las personas que vienen a
despedir o recibir a los viajeros; es decir, que allí sólo puede entrar todo
el mundo. Al lado numerosas y largas tarifas indican las líneas, los
itinerarios, los precios; aconsejaremos sin embargo a cualquiera, que
reproduzca, al ver las listas impresas, la pregunta de aquel palurdo que iba a
entrar años pasados en el Botánico con chaqueta y palo, y a quien un
dependiente decía:
-No se puede pasar en
ese traje; no ve el cartel puesto de ayer?
-Sí señor -contestó
el palurdo- pero... ¿eso rige todavía?
Lea, pues, el curioso
las tarifas y pregunte luego: verá como no hay carruajes para muchas de las líneas
indicadas; pero no se desconsuele, le dirán la razón.
-¡Como los facciosos
están por ahí, y por allí, y por más allá!
Esto siempre
satisface; verá además como los precios no son los mismos que cita el aviso;
en una palabra, si el curioso quiere proceder por orden, pregunte y lea después,
y si quiere atajar, pregunte y no lea. La mejor tarifa es un dependiente; podrá
suceder que no haya quien dé razón; pero en ese caso puede volver a otra hora,
o no volver si no quiere.
El patio comienza a
llenarse de viajeros y de sus familias y amigos; los unos se distinguen fácilmente
de los otros. Los viajeros entran despacio; como muy enterados de la hora están
ya como en su casa; los que vienen a despedirles, si no han venido con ellos,
entran de prisa y preguntando:-¿Ha marchado ya la diligencia? Ah no; aquí está
todavía!
Los primeros tienen
capa o capote, aunque haga calor; echarpe al cuello y gorro griego o gorra si
son hombres; si son mujeres, gorro o papalina, y un enorme ridículo; allí va
el pañuelo, el abanico, el dinero, el pasaporte, el vaso de camino, las llaves,
¡qué más sé yo!
Los acompañantes,
portadores de menos aparato se presentan vestidos de ciudad, a la ligera.
A la derecha del patio se divisa una pequeña
habitación; agrupados allí los viajeros al lado de sus equipajes, piensan el
último momento de su estancia en la población; media hora falta sólo; una niña -
¡qué joven, qué interesante!- apoyada la mejilla en la mano, parece exhalar la
vida por los ojos cuajados en lágrimas; a su lado el objeto de sus miradas
procura consolarla, oprimiendo acaso por última vez su lindo pie, su trémula
mano.-Vamos, niña- dice la madre robusta e impávida matrona, a quien nadie
oprime nada, y cuya despedida no es la primera ni la última - ¿a qué vienen esos
llantos? No parece sino que
nos vamos del mundo.
Un militar que va solo
examina curiosamente las compañeras de viaje; en su aire determinado se conoce
que ha viajado y conoce a fondo todas las ventajas de la presión de una
diligencia. Sabe que en diligencia el amor sobre todo hace mucho camino en pocas
horas. La naturaleza, en los viajes, desnuda de las consideraciones de la
sociedad, y muchas veces del pudor, hijo del conocimiento de las personas, queda
sola y triunfa por lo regular. ¿Cómo no adherirse a la persona a quien nunca
se ha visto, a quien nunca se volverá acaso a ver, que no le conoce a uno, que
no vive en su círculo, que no puede hablar ni desacreditar, y con quien se va
encerrado dentro de un cajón dos, tres días con sus noches? Luego parece que
la sociedad no está allí; una diligencia viene a ser para los dos sexos una
isla desierta; y en las islas desiertas no sería precisamente donde tendríamos
que sufrir más desaires de la belleza. Por otra parte, ¡qué franqueza tan
natural no tiene que establecerse entre los viajeros! ¡Qué multitud de
ocasiones de prestarse mutuos servicios! ¡Cuántas veces al día se pierde un
guante, se cae un pañuelo, se deja olvidado algo en el coche o en la posada! ¡Cuántas
veces hay que dar la mano para bajar o subir! Hasta el rápido movimiento de la
diligencia parece un aviso secreto de lo rápida que pasa la vida, de lo
precioso que es el tiempo; todo debe ir de prisa en diligencia. Una salida de un
pueblo deja siempre cierta tristeza que no es natural al hombre; sabido es que
nunca está el corazón más dispuesto a recibir impresiones que cuando esta
triste: los amigos, los parientes que quedan atrás dejan un vacío inmenso. ¡Ah!
¡La naturaleza es enemiga del vacío!
Nuestro militar sabe
todo esto; pero sabe también que toda regla tiene excepciones, y que la edad de
quince años es la edad de las excepciones; pasa, pues, rápidamente al lado de
la niña con una sonrisa, mitad burlesca, mitad compasiva.
-Pobre niña!- dice
entre dientes-; ¡lo que es la poca edad! ¡Si pensará que no se aprecian las
caras bonitas más que en Madrid! El tiempo le enseñará que es moneda
corriente en todos países.
Una bella parece
despedirse de un hombre de unos cuarenta años; el militar fija el lente; ella
es la que parte; hay lágrimas, sí; pero ¿cuándo no lloran las mujeres? Las lágrimas
por sí solas no quieren decir nada; luego hay cierta diferencia entre éstas y
las de la niña; una sonrisa de satisfacción se dibuja en los labios del
militar. Entre las ternezas de despedida se deslizan algunas frases, que no son
reñir enteramente, pero poco menos: hay cierta frialdad, cierto dominio en el
hombre. ¡Ah, es su marido!
-Se puede querer mucho
a su marido -dice el militar para sí- y hacer un viaje divertido.
-¡Voto va! ya ha
marchado- entra gritando un original cuyos bolsillos vienen llenos de salchichón
para el camino, de frasquetes ensogados, de petacas, de gorros de dormir, de pañuelos,
de chismes de encender... ¡Ah! ¡ah! este es un verdadero viajero; su mujer le
acosa a preguntas:
-¿Se ha olvidado el
pastel?
-No,
aquí le traigo
-¿Tabaco?
-No, aquí está
-¿El gorro?
-En este bolsillo
-¿El pasaporte?
-En este otro.
Su exclamación al
entrar no carece de fundamento; faltan sólo minutos, y no se divisa disposición
alguna de viaje. La calma de los mayorales y zagales contrasta singularmente con
la prisa y la impaciencia que se nota en las menores acciones de los viajeros;
pero es de advertir que éstos, al ponerse en camino, alteran el orden de su
vida para hacer una cosa extraordinaria; el mayoral y el zagal por el contrario
hacen lo de todos los días.
Por fin se adelanta la
diligencia, se aplica la escalera a sus costados y la baca recibe en su seno los
paquetes; en menos de un minuto está dispuesta la carga y salen los caballos
lentamente a colocarse en su puesto. Es de ver la impasibilidad del conductor a
las repetidas solicitudes de los viajeros.
-A ver esa maleta; que
vaya donde se pueda sacar.
-Que no se moje ese baúl.
-Encima ese saco de
noche.
-Cuidado con la
sombrerera.
-Ese paquete, que es
cosa delicada
Todo lo oye, lo toma,
lo encajona, a nadie responde; es un tirano en sus dominios.
-La hoja, señores, ¿tienen
ustedes todos sus pasaportes? ¿Están todos? Al coche, al coche.
El patio de las
diligencias es a un cementerio lo que el sueño a la muerte, no hay más
diferencia que la ausencia y el sueño pueden no ser para siempre; no les
comprende el terrible 'voi ch' intrate lasciate ogni speranza de Dante.
Se suceden los últimos
abrazos, se renuevan los últimos apretones de manos; los hombres tienen vergüenza
de llorar y se reprimen, y las mujeres lloran sin vergüenza.
-Vamos señores-
repite el conductor; y todo el mundo se coloca.
La niña, anegada en lágrimas,
cae entre su madre y un viejo achacoso que va a tomar las aguas; la bella casada
entre una actriz que va a las provincias, y que lleva sobre las rodillas una
gran caja de cartón con sus preciosidades de reina y princesa, y una vieja
monstruosa que lleva encima un perro faldero que ladra y muerde por el pronto
como si viese al aguador y que hará probablemente algunas otras gracias por el
camino. El militar se arroja de mal humor en el cabriolé, entre un francés que
le pregunta: "¿Tendremos ladrones?" y un fraile corpulento, que con
arreglo a su voto de humildad y de penitencia, va a viajar en estos carruajes
tan incómodos. La rotonda va ocupada por el hombre de las provisiones; una
robusta señora que lleva un niño de pecho y un bambino de cuatro años, que
salta sobre sus piernas para asomarse de continuo a la ventanilla; una vieja
verde, llena de anos y de lazos, que arregla entre las piernas del suculento
viajero una caja de un loro, e hinca el codo, para colocarse, en el costado de
un abogado, el cual hace un gesto, y vista la mala compañía en que va, trata
de acomodarse para dormir, como si fuera ya juez. Empaquetado todo el mundo se
confunden en el aire los ladridos del perrito, la tos del fraile, el llanto de
la criatura; las preguntas del francés, los chillidos del bambino, que arrea
los caballos desde la ventanilla, los sollozos de la niña, los juramentos del
militar, las palabras enseñadas del loro, y multitud de frases de despedida
-Adiós.
-Hasta la vuelta.
-Tantas cosas a Pepe.
-Envíame el papel que
se ha olvidado.
-Que escribas en
llegando.
-Bien viaje.
Por fin suena el agudo
rechinido del látigo, la mole inmensa se conmueve, y estremeciendo el
empedrado, se emprende el viaje, semejante en la calle a una casa que se
desprendiese de las demás con todos sus trastos e inquilinos a buscar otra
ciudad en donde empotrarse de nuevo.
Este curioso relato
escrito por un viajero de 1835 no es nada comparable a lo que sufrían los
habitantes de esta comarca de la Marina hasta finales del propio siglo
XIX. Por esta zona no existían más que caminos de herradura y que por supuesto
no permitían el paso de estos “lujosos” carruajes. El difícil paso del
Collado de Calpe y sobre todo la construcción de los túneles y puente del
Mascarat impidieron hasta 1890 el paso de carruajes de cierto porte por estas
tierras.
A pesar de que el último
de los túneles se abre el día 3 de Marzo de 1869 las numerosas dificultades
que entrañaba la construcción del puente del Mascarat y que por cierto, una
tromba de agua casi se lo lleva por delante en Junio de 1877 , otra si se lo
llevó en 1886 y no es hasta 1889 en que por fin el contratista de la carretera
don Joaquín Thous puede abrirla al poco transito de aquellos días.
La construcción de
esta vía significó para la comarca de las Marinas el transito de mercancías
con una cierta fluidez. Hay que tener en cuenta que hasta entonces sólo
se disponía de un camino vecinal desde Alicante hasta Altea, finalizado en 1862
y, “casi no existía movimiento terrestre, ni de viajeros ni de mercancías,
toda vez que los transportes a cargo de los arrieros se verificaban generalmente
a lomo”
Desde 1889 el transito
aumentó espectacularmente así como el número de carros dedicado al transporte
profesional. Como muestra, en Altea
con sólo 2 carros censados en 1862 llegó a disponer de 23 en 1889.
Andrés Ortolá Tomás
Agosto 2003
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